Hay días en los que inevitablemente
pienso que es mejor no levantarse, que no podré salir ahí fuera y hacer nada
medianamente bien. Siento que no me espera nada que me motive, que no
tomaré decisiones acertadas, que no me depara un buen rato y que lo que haga no
me llevará a nada.
Por suerte no tengo demasiado tiempo para
pensarlo más y aguerrido vacío mi mente y sigo sin mirar atrás, las horas pasan
más rápido de lo que imagino en un principio y llega mi momento de parar.
A la noche me recosté en mi
sillón, quería olvidarme de todo y relajarme, nadie podía quitarme eso.
Apenas pasaron unos minutos
cuando llegó sin avisar: un latigazo terrible y demoledor de dolor por todo mi
cuerpo, que me echó para adelante y me hizo mirar al suelo. Me temblaba cada
músculo y apenas me podía mover.
Apoyé las palmas de las manos
para intentar inclinarme lo que hizo que aumentase el dolor, cerré con fuerza
los ojos y logré ahogar una lágrima.
A priori podría considerar que el
dolor era cruel por resultar inesperado, pero había hecho mella más allá de lo
físico, me había sacudido, me había despertado. Sentir como lo contenía, lo
acumulaba y luego empujaba contra él para poder moverme era realmente
emocionante.
Sonreí por primera vez y no sé
muy bien por qué pero sabía que era lo mejor que me había pasado en todo el
día.
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