Rara vez me dormía
inmediatamente, sin mi ritual de vueltas en la cama o sin hacer trabajar mi
cabeza hasta quedar agotado, muchas veces ni siquiera conciliaba el sueño. Esto
quizá se deba a mi naturaleza nerviosa, a una inquietud que siempre me persigue,
vayan como vayan las cosas. Puede resultar molesto, pero a la vez, para mi es
una señal, una certeza de mi ambición ante la vida, como una voz que me dice: “no
puedes dormir, porque ya sueñas despierto”.
Sospechaba que ya era tarde, así
que miré la hora, al ver que se acercaba la medianoche, apagué la televisión
como un autómata y escuché el silencio durante un breve minuto, indiferente,
tranquilo…
No tenía sueño, ni estaba cansado,
pero debía ir a la cama puesto que me quedaban pocas horas para tener que
levantarme. Sorprendentemente, no me supuso ningún esfuerzo quedarme dormido. No
sé si porque la temperatura era perfecta, porque comenzaba a acostumbrarme a dormir
temprano o porque simplemente estaba relajado.
Pero también era posible que mi
naturaleza estuviera cambiando, que me hubiera vuelto más sereno, menos
agitado. Tal vez fuera un trámite natural, como cuando aprendemos a caminar, a controlar
nuestra vejiga o a llamar de usted a las personas mayores. Del mismo modo puede
que hubiera aprendido a aceptar con pasividad que debo estar cómodo con los
pies en la tierra. Puede que mi espíritu se estuviese marchitando como una
última llama apagándose en el incendio más colosal que se haya visto.
Antes de que me llegara a sonar
la alarma, me desperté sobresaltado, boca abajo, con la frente sobre la
almohada, los puños cerrados y los dientes apretados. Estaba bañado en sudor y las
sábanas estaban revueltas.
No sé que habría soñado pero me
sentía con rabia, con una energía inusual para esas horas de madrugada. Me
levanté de un salto y comencé a vestirme, cuando iba a coger una camiseta de la
silla, eché un vistazo de nuevo a la gran mancha de sudor que ocupaba mi
colchón.
Aquella mancha parecía querer
enviarme un mensaje: “no has cambiado tanto”.