Estaba encerrado en su cuarto,
tumbado boca abajo en su cama, con la cara hundida en la almohada y los puños
cerrados sobre su sien. La persiana estaba bajada y apenas un par de rendijas
en ella dejaban pasar unos finos hilos de luz. La cabeza del tipo estaba tan
saturada como su reducido entorno. Su mente parecía a punto de explosionar
hasta que, en un impulso, se dio media vuelta y abrió los ojos: la oscuridad y
el aire viciado le obligaron a incorporarse y salir de ahí.
Sin fijarse en lo que llevaba
puesto, el chico se puso unas zapatillas, cogió su chaqueta, se puso unos auriculares
y salió de su casa. El aire de la calle parecía devolverle poco a poco a la
realidad, como si esta fuera un lugar que no pisaba hace tiempo y que ya no es
como recordaba.
Apenas había gente a su
alrededor y a medida que avanzaba todo se volvía más desértico, hasta verse
solo, rodeado de los viejos edificios de un barrio lejano y de un viento que habría
movidos las ramas de los árboles y las plantas si hubiera alguna allí. El alto
volumen de su música no impidió que escuchara el inconfundible sonido de un fuerte
pelotazo contra un muro. Al darse la vuelta vio a un niño que pateaba un balón de futbol y lo hacía rebotar
una y otra vez, cada vez con más fuerza. Fue entonces cuando decidió prescindir
de los auriculares y observar.
Una vez apagado el sonido de la
música, pudo oír con más fuerza la pelota que iba y volvía una y otra vez de
las botas del chico, además de cómo este empezaba a jadear progresivamente, lo
que le hacía pensar que ya llevaba un rato sin parar de chutar contra esa
pared. Finalmente acabó perdiendo el control del balón, tras un último disparo
con todas sus fuerzas que acompañó con un grito ahogado.
El balón fue a parar a sus pies,
mientras el chico le miraba jadeando, con las manos en las rodillas e indicando
con un gesto de cabeza que le pasase el balón.
¿Por qué no intentas descansar?
–dijo mientras se animaba a intentar dar unos toques al balón, que se le cayó
al pasar del tercero.
Eres muy malo señor, devuélvemela
anda –respondió sin un ápice de vergüenza el niño.
La primera sonrisa que había
tenido en tiempo apareció en su cara, pisó el balón y miró detenidamente al
chico- puedes decirme que soy malo, pero si vuelves a llamarme señor, te
demostraré que aun se como soltar un buen pepinazo como para que tengas que ir
bien lejos a buscar tu balón -sus palabras no denotaban que lo dijera como una
auténtica amenaza.
Venga que si, échamela –ordenó ya
impaciente el chico.
Le ignoró y le siguió
observando, la cara de aquel muchacho parecía tener restregones de lágrimas
alrededor de sus ojos- Igual podrías descansar un poco –esta vez su tono comenzaba a ser serio,
fuera lo que fuese, aquel no era simplemente un chaval con ganas de jugar al
fútbol.
Dámela por favor –a pesar de
los modales, en su forma de hablar se podía ver el primer atisbo de rabia.
En cuanto te tranquilices- dijo
con calma. Al instante el chico hizo una inspiración, puso los brazos en
jarra y cambió su gesto. Pasados unos segundos, le pareció adecuado devolverle el
balón. Al tener de nuevo la pelota en sus pies, el chico no se apresuro a seguir
con lo suyo, si no que se le quedó mirando.
Pásamela otra vez –se oyó decir
de improviso. El chico obedeció y le dio un pase raso con el interior del pie. Estuvieron
devolviéndose pases durante un rato, sin mediar palabra, no sabía donde quería
llegar con aquella situación, pero el sol empezaba a ponerse, y aquel chico no
estaba lo suficientemente abrigado para el aire fresco que comenzaba a
levantarse.
Vuelve ya a tu casa chaval, tus
padres deben estar esperándote- dijo con toda la amabilidad posible.
¿Y por qué no seguimos jugando?
Me gustaría practicar mi tiro con un portero –el chico ahora no parecía el
mismo con el que se encontró, la rabia y la irreverencia habían dado paso a la
súplica y la dulzura propia de un niño de su edad.
Es tarde, quizá otro día ¿Vale?
–le devolvió el balón y se dio la vuelta. Ahora que se había despejado, le
apetecía volver a casa, darse una buena ducha y poner un rato la televisión
mientras tomaba una cerveza y... No quiero volver a casa –oyó decir a su espalda.
Se frenó en seco, no quería
darse la vuelta, era obvio que el chico tenía problemas, pero no eran los
suyos, hacía tiempo que había aprendido a no entrometerse en la vida de nadie
más de lo necesario. Sin embargo se giró y allí lo vio, el miedo y la tristeza
más absoluta en el rostro de un chiquillo que no podía tener más de diez años. El
mundo se le vino abajo, pero sus ojos volvían a abrirse más que nunca, había
despertado, su cabeza pareció olvidar todo aquello a lo que le daba vueltas y
su único deseo era ayudar a aquel renacuajo que le había hecho volver a tener
contacto con un balón de fútbol.
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